martes, 29 de julio de 2008

Memorias de Adriano


El porvenir del mundo no me inquieta; ya no me esfuerzo por calcular angustiado la mayor o menor duración de la paz romana; dejo hacer a los dioses. No es que confíe más en su justicia que en la nuestra, ni tengo más fe en la cordura del hombre; la verdad es justamente lo contrario. La vida es atroz y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los periodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas, el desorden triunfará pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos periodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán, nuestras estauas mutiladas serán rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de nuestros frontones y nuestras cúpulas; algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos, con esa intermintente inmortalidad. Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán obligados a adoptar alguno de nuestros métodos y terminarán por parecerse a nosotros. Chabrias se inquieta ante la idea de que un día el pastóforo de Mitra o el obispo cristiano se instalen en Roma y reemplacen al sumo pontífice. Si por desgracia llega ese día, mi sucesor al borde del ribazo vaticano habrá dejado de ser el jefe de un círculo de afiliados o de una banda de sectarios, para convertirse a su turno en una de las figuras universales de la autoridad. Heredará nuestros palacios y nuestros archivos, no será tan diferente a nosotros como podría suponerse.
Acepto serenamente las vicisitudes de la Roma eterna.

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