domingo, 11 de enero de 2009

La pasión del poder.





La guerra convierte en cuerpo al combatiente. Por ello toda guerra es de exterminio. Hay que matar al enemigo. Hace años se habló de una bomba eficacísima, que mataba, pero no destruía. Era la cuadratura del círculo. Se mata el material sustituible (los seres humanos), pero se respeta el difícilmente sustituible (los materiales). En uno de los instantes más vergonzosos de su vida, Napoleón, al ver los cadáveres esparcidos en el campo tras una batalla, dijo: “esto lo arregla una noche de amor en París”. En la guerra no hay constitución del sujeto subordinado: hay eliminación. Sin embargo, a pesar de que el uso de poder directo, de la violencia, es eficaz y rápido, ningún régimen puede mantenerse utilizando únicamente la fuerza. Las guerras, las invasiones, son un ejercicio del poder directo. Pero las posguerras tienen que ser un ejercicio de poder indirecto. Las recientes guerras de Irak y Afganistán lo han demostrado. El dictador más violento necesita apoyarse en un grupo cohesionado por algo más que la fuerza pura y dura. El emperador romano podía sojuzgar al país con la fuerza de las legiones, pero dependía de las legiones para mantenerse en el poder. Todo esto ya lo ha visto Maquiavelo: “Un príncipe, aunque tenga fuerza, necesita del favor y benevolencia de los habitantes para entrar y mantenerse en el país adquirido”. Tampoco puede manenerse en el tiempo, por lo que, aunque en el momento de la toma de poder se haya usado la coacción violenta, tiene que apelar enseguida a las formas indirectas de poder. Uno de los procedimientos más sutiles es la búsqueda de legitimación. Napoleón lo sabía con certeza: “nada importante puede mantenerse sólo mediante las bayonetas”. El poder directo, inmediato, tiene que apoyarse en el poder indirecto y mediato. Es uno de los saltos de fase en la historia de la humanidad.
Jose Antonio Marina.

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